Las dificultades que presentaba la construcción
de esas rutas eran considerables en razón
de lo abrupto del suelo, así como su aspecto
variaba según los lugares.
Eran lo más rectos posibles a fin de hacer
ganar tiempo a los viajeros y correos, y es por
eso que con frecuencia trepan las pendientes de
las montañas por largas y penosas escaleras
de las que los españoles se quejaban mucho,
pues los caballos se fatigaban subiéndolas,
perdían herraduras al golpear los escalones
con las patas y llegaban a lo alto de las cuestas
en un estado tal que eran incapaces de cargar sobre
el enemigo. Sin embargo, a veces el camino subía
en suave pendiente, abrazando los contornos de la
montaña.
En las regiones de áreas cultivadas, limitaban
el camino, pilares, postes o pequeños muros
para evitar todo deterioro de los campos por los
ejércitos en marcha.
Cuando las arenas llevadas por el viento amenazaban
cubrían la calzada, estacas fijadas en el
suelo indicaban el trazado y guiaban al viajero.
Y cuando el terreno era pantanoso, la solidez de
la ruta se aseguraba por medio de terraplenes. En
la costa, en en algunos lugares se plantaban árboles
y se excavaban cunetas al borde del camino.
El ancho de esas vías era muy variable, lo
que explica las divergencias de apreciación
de ciertos historiadores modernos: las llanuras
eran suficientes para permitir el galope de frente
de seis caballeros pero en los pasajes difíciles
de las montañas se reducía hasta un
metro solamente.
Pero esos estrechos senderos no eran los menos notables:
Para ejemplo mencionaremos el que aún une
entre sí las ruinas de las ciudades hace
poco descubiertas en la cordillera de Vilcabamba
y que conduce a Machupicchu. Está trazado
en el flanco de una montaña escarpada, pavimentado
con piedras chatas, cortado por numerosas escaleras
excavadas en las rocas o adosadas, sostenido en
muchos lugares por muros que alcanzan 4 metros de
alto y hasta pasa por un túnel de 5 metros
de largo que se construyó agrandando la hendidura
natural.
A lo largo de ciertas arterias importantes, sobre
todo en el Collao, hay mojones que indican distancias.
Si aún hoy podemos observar los vestigios
de esas rutas es porque la pirca, cuya calzada se
hacía en la meseta con una mezcla de arcilla,
guijarros y hojas de maíz, ha resistido magníficamente
la prueba del tiempo.
Para nosotros es más sorprendente todavía
la yuxtaposición de varios caminos paralelos
en las planicies próximas a las grandes ciudades
por donde pasaban con frecuencia los ejércitos.
Por ejemplo, cerca de Vilcas, lugar clave del Cuzco
hacia el Oeste. Tal comprobación nos indica
que esas vías eran tanto estratégicas
como administrativas. Quienes las recorrían
eran más que nadie las topas, los inspectores
en gira, los correos, los funcionarios que iban
a dar su informe a los superiores o a pedir órdenes
o a rendir homenaje a los altos dignatarios. Más
raramente el mismo Inca en viaje, los mitimaes en
desplazamiento, los indios que se dirigían
en peregrinación o a los mercados vecinos
a su lugar de residencia.
En cuanto al trazado de las rutas era tan racional
como los otros elementos de la estructura administrativa,
tanto más cuanto que el relieve del suelo
favorecía esa racionalización.
La costa del mar y la meseta interior dibujan sobre
el mapa dos estrechas zonas paralelas que van de
norte a sur, separadas por la cordillera occidental.
Por consiguiente era lógico hacer construir
dos rutas, igualmente paralelas, una sobre la costa
y otra sobre la meseta, llamadas por los españoles,
camino de los llanos y camino de la sierra respectivamente.
Bastaba unir enseguida esas dos grandes arterias
por vías secundarias que atravesaran esa
misma cordillera allí donde las gargantas
permitían hacerlo, para obtener una red modelo
de vías de comunicación.
Cuando Francisco Pizarro desembarcó en Tumbes
tomó primero la ruta de la costa que partía
de esa ciudad y que uno de sus lugartenientes siguió
hasta Pachacamac, al sur de la Lima actual. Pero
él personalmente tomó una transversal
que lo condujo a la meseta, hacia el ejército
del Inca en Cajamarca.
Una de las dos grandes rutas pues, nacía
en las riberas del golfo de Guayaquil, en Tumbes,
principal puerto del imperio, donde fondeaba una
flota de balsas de vela, algunas de las cuales se
aventuraban por las costas poco hospitalarias de
la actual república del Ecuador con la esperanza
de hacer trueques fructuosos.
Enseguida la ruta atravesaba el antiguo reino de
los chimús, cuya capital yo no era más
que un campo de ruinas y una fuente de leyendas,
y pasaba cerca de la impresionante fortaleza de
Parmunca (o Paramuca) que detuvo al ejército
del Inca y obligó a Pachacutec a recurrir
a la diplomacia. Esta fortaleza dividía el
valle del Rimac donde una modesta aldea marcaba
e emplazamiento de Lima y servía al templo
de Pachamác, cuya importancia religiosa hemos
señalado.
Luego de nuevos desiertos arenosos surgía
Inca y Nazca, al borde de los ríos que les
daban vida, ambas famosas por su alfarería.
Las villas se iban haciendo cada vez más
raras y la costa aún más desolada:
Quilca, Arica, Tarapacá, se sucedían
a grandes distancias, y el desierto de Atacama detenía
al viajero, y ponía fin a la ruta. La frontera
del Imperio se situaba hacia el río Maule,
a poca distancia al sur de la actual capital de
Chile.
Por su parte la ruta de la Sierra partía
del río Ancasmayo, que hoy es el límite
entre Colombia y Ecuador, hacia la villa actual
de Ipiales, al sur de Pasto. Atravesaba los campos
de batalla donde habían chocado los ejércitos
de los incas y de los caras, cerca del "lago
de sangre" y delante de la plaza fuerte de
Otavalo donde fue vencido y muerto un hermano de
Huayna Capac y luego llegaba a Quito, la capital,
singularmente pintoresca con sus cabañas
separadas por profundos barrancos (quebradas) y
encuadradas por lo templos del Sol y de la Luna,
edificados sobre montículos. Allí
la decoración de fondo próximo tiene
la enorme masa del Pichincha, y más allá,
perdiéndose en el horizonte, tanto al sur
como al norte, la línea resplandeciente de
las altas cimas nevadas. Los caminos del imperio
tenían un gobernador que se encargaba de
su vigilancia y conservación. Dada la extensión
de la red se supone que había una jerarquía
descendente con atribuciones y obligaciones por
jurisdicciones.
De las ciudades que subsistido - Latacunga, Ambato,
Río Bamba- el viajero pasaba a las de los
cañaris, hombres rudos, y belicosos. La capital,
Tomebamba, ofrecía a su admiración
el templo del Sol, el palacio del Rey, las construcciones
destinadas al ejército y a depósitos
públicos bien abastecidos. Las casitas eran
de piedra, siempre con techo de cañas.
A continuación los pueblos se sucedían
a grandes distancias unos de otros, todos semejantes,
con sus templos, sus casas de vírgenes, sus
depósitos, sus corrales de llamas y, eventualmente,
su palacio y fortaleza: Ayavaca, conquistada por
Túpac Yupanqui; Huancabamba, Cajamarca, una
de las más célebres porque en su plaza
triangular fue traidoramente atacado y hecho prisionero
el Inca Atahualpa; Huamachuco y Huanuco, oasis en
medio de ásperas extensiones de matorrales,
y luego del temible nudo del Cerro del Pasco, frío
y ventoso, Jauja, de clima moderado y famoso antes
y ahora, orgullosa de su fuerte y de sus artesanos
de objetos de plata.
Entonces la ruta costeaba el curso del Mantaro,
el "río del destino", en cuyas
riberas fue asesinado el Inca Huascar, y pasaba
por Vilcas, que era considerada como el centro geográfico
del Imperio en cuya plaza central había un
estrado donde se ubicaba el curaca cuando presidía
una fiesta.
Enseguida venía la tranquila ciudad de Abancay,
con nombre de flor, y, poco después del gran
puente suspendido sobre el Apurimac, aparecía
el Cuzco.
Si el viajero continuaba hacia el sur atravesaba
el nudo de Vilcanota y descendía sobre Ayavere,
ya en país colla. Le quedaban entonces largas
jornadas de marcha contorneando el lago Titicaca
hasta alcanzar a Tihaguanaco, sobre la margen sur,
con ruinas ya misteriosas en ese tiempo.
Luego el camino se dirigía hacia Cochabamba
donde, según la leyenda, había sido
desecado un lago por los soldados del ejército
imperial a fin de permitir que el Inca llegara directa
y fácilmente a ciudad.
Después seguía hacia Chuquisaca (Sucre),
la celebre Potosí de las minas de plata,
Tupiza, y terminaba en a región del Tucumán,
ya en territorio de la actual República Argentina.
Gracias al paralelismo de las dos arterias se había
establecido una conexión entre las provincias
de la costa y de la sierra.
Cuando el Inca y séquito viajaban por la
meseta, los altos funcionarios de las correspondientes
circunscripciones de la costa subían a su
encuentro tomando las vías transversales,
para rendirle homenaje y presentar su informe. Cuando
el monarca tomaba la ruta de la costa, los altos
dignatarios de la meseta descendían por esos
mismos caminos con iguales objetos.
Se ha dicho con razón que tales caminos han
sido más difíciles de construir que
las carreteras romanas por lo abrupto del terreno.
Motivos económicos y estratégicos
imperiosos explican su excelencia y su multiplicidad,
en ese país de planificadores y conquistadores.